Río
Los Palacios, dice que se llama el curso fluvial acerca del que trata este
artículo el autorizado Diccionario Geográfico de Cuba (2000) *. Personalmente
le conocí como el Carraguao hace bastante más de diez años, cuando nos
acercábamos a aquella orilla de mangles vigorosos a averiguar la picada del patao durante la luna
llena invernal, usando el bivalvo que nos presentaron como escaramujo y así lo
nombrábamos hasta que en el artículo del ganador del Concurso de texto
informativo y literario CUBANOS DE PESCA ** celebrado en 2017 nos mostró el
nombre que le daban en la región central del país a ese molusco: baya ***.
Rolando
Rodríguez, pescador aficionado de la localidad de Entronque de San Diego, en la
provincia de Pinar del Río, conoció el blog hace poco tiempo y preguntó al
editor si podía enviar sus propios escritos. Por supuesto que todos pueden
hacerlo. CUBANOS DE PESCA existe precisamente para intercambiar información
acerca de este tema y promover el diálogo entre aficionados. A todos nos interesa
aprender y cada uno de nosotros sabe que en pesca recreativa no abundan los
sabios: quien mucho supone que conoce es probable que se asombre de lo
diferentes que son sus experiencias respecto a aquellas que exhibe un colega a no muchos kilómetros de distancia. Y
no es misterio: las interacciones en el medio natural dependen de un elevado
número de factores y basta que alguno o unos pocos de estos sean diferentes entre una boca de
río y la que le sigue, para que lo que bien conoce el del oeste le desconcierte
el día de pesca cuando se vaya con sus aparejos al del este.
La
historia que Rolando nos ofrece vale enteramente por un estudio muy detallado
de las pesquerías típicas en una localidad, la suya. Tan detallada descripción
de las prácticas de los aficionados a la pesca en el sur de la occidental
provincia pinareña debería ser tomado por nosotros como un método práctico y
sistemático de representar las características de una zona desde el punto de
vista de los intereses de los aficionados a las pesquerías recreativas. Los
usos locales, la diversidad de procedimientos, la caracterización del paisaje,
las especies y el modo en que se manifiestan, además de amenos señalamientos
del entorno resultan un enfoque privilegiado, de interés como lectura y valor
como información objetiva. Muy útil lección para sabios y decisores, como suele
decirse de los que ejercen mando sobre distintos asuntos, incluido este de la
pesca recreativa. Aprendamos, pues. (El Editor)
* Sin embargo,
reconoce esta obra la Punta de Carraguao: “Costa sur de la isla de Cuba, 28 km
al SSE del pueblo de Los Palacios, en los 22º20’ lat. N y los 83º12? loong. O,
mun. de Los Palacios, PR. Costa cubierta de vegetación” (p. 67).
* La década del
sitio CUBANOS DE PESCA en internet (2007-2917)
https://drive.google.com/file/d/0B9Fj--6gEwG0dGpRNFNJbDNlQjg/view.
** Alexis Medina
(Camagüey): DE LA PESCA DEL PATAO CON BAYAS EN ESMERALDA Y OTROS TEMAS.
CARRAGUAO
Parte primera
Por Rolando Rodríguez (Texto y
Fotos)
Son las 3:30 am y el reloj no
para de sonar. Parece fue hace 10 minutos que me acosté.
Me levanto medio sonámbulo,
preparo la cafetera y la pongo al fogón, mientras, me visto, acordono fuerte
mis botas de cuero, voy al baño y para cuando salgo ya hierve el café. Me
preparo una taza y el resto lo vierto en mi pomito plástico color ámbar, lo
cierro bien y lo meto en la mochila negra. También pongo en la mochila un pomo
de agua, dos panes con jamón y unas
galletas dulces. Meto un vaso de leche en el microwave y espero que termine de calentarlo. Tan pronto pita lo
saco, lo endulzo, le hecho una pizca de chocolate y me lo engullo en un santiamén
junto a un trozo de pan. Eso y lo que va en la mochila será mi alimento para
todo el día.
A la misma mochila va a parar un
bolso con los avíos de pesca, que contiene tres carretes calibres 10, 15 y 20
libras, dos pomitos plásticos, uno con anzuelos
y otro con plomadas y, finalmente, un frasco de "Lo maté" pues
nunca se sabe cómo estará la plaga.
Tampoco puede faltar en esa
mochila el envase plástico de un galón picado a dos tercios de altura donde va
la carnada y que para hoy es una buena provisión de calandracas que extraje en
mi propio patio desde la tarde anterior. Cubro el recipiente con un trozo de
tela de mosquitero y ato sus extremos de forma que si se vira la mochila no se
esparramen las calandracas por toda ella. Compruebo que esté todo y la cierro. En
ocasiones cómo las de hoy, llevo una segunda mochila: mi mochila roja.
Compruebo que contenga lo que tiene que tener: mi cámara de tamaño 11'000 (o
neumático si lo prefieren) desinflada, bien doblada y amarrada con una liga, el
"culero" ― o sea, el asiento― y el morral para los peces. Pasado el
chequeo la cierro y, para terminar, le ato fuertemente por fuera las patas de
rana.
Ya son las cuatro y media, hora
de salir a la carretera a esperar el transporte que nos conducirá hasta el
lugar de pesca y que normalmente pasa
entre las 4:45 - 5:00 am. En la temporada pasada el transporte fue el camión
"gasito" de Managua, un tipo bonachón y fan de la pesca, pero este
año le hizo una reparación y lo pintó, cosa que le costó algunos cucusitos (diminutivo
de CUC, la moneda convertible cubana) y no quiso en esta temporada meterlo para
la costa. “Yo hiciera lo mismo”, pienso para mis adentros, mientras sigo
esperando el transporte. Para esta temporada contamos con un tractor, el
tractor del "Ñato", otro socio del grupo de pesquerías y que logró
armarlo desde cero.
Por supuesto que el viaje no es
gratis; a mí, que soy de Entronque de San Diego, me sale en $30 moneda nacional,
a los de San Diego, un pueblito colonial y limpio (para los estándares de Cuba)
distante a unos 15 km de mi localidad,
les cuesta 50, y a 25 le sale a la gente de Paso Quemado, otro pueblo
conformado por unos veinte y pico de edificios y habitado mayormente por
personas a los que el gobierno mudó cuando construyó la presa " La
Juventud". Con el monto recolectado el chofer recupera el gasto del
combustible y le quedan unos quilos. Somos un grupo de 12 a 20 aficionados a la
pesca que año tras año, entre los meses de noviembre y marzo, nos vamos un día
a la semana a practicar nuestro hobby. El destino siempre es el mismo:
Carraguao.
La distancia entre mi casa y el
lugar de pesca es de unos 30 km y en tractor el viaje durará poco menos de dos
horas Para las cinco y media ya vamos en la carreta. En Paso Quemado recogemos
a los últimos miembros, cruzamos la autopista nacional, atravesamos Paso Real
de San Diego, cruzamos la línea del tren al final de ese pueblo y continuamos
dando rueda buscando el sur. Hasta el final de la zigzagueante carretera quedan
unos 15 km. A ambos lados abundan los
campos de arroz cultivados por particulares.

¡Al fin una curva! Llegamos al
lugar nombrado "El 13". Desconozco si se llama así por el número del
lote que colinda con el terraplén, o porque es el km 13 a partir de no sé dónde.
A partir de aquí se nota que nos vamos acercarnos a la costa, ya se dejan de
ver las arroceras y empieza a observarse el marabú a ambos lados mientras el terraplén,
bueno aún, se hace más estrecho. Seis y cuarto y llegamos al puesto de la Forestal.
Aquí dejamos seguir el dichoso terraplén que no termina hasta la playa
Dayaniguas, unos cinco kilómetros más abajo, en el mismo centro del perímetro
interior de la ensenada que le da nombre al caserío. Nuestro destino es el
extremo izquierdo de dicha ensenada, conocido como Punta de Carraguao.

Lentamente, entre baches y
huecos, curvas y promontorios, frenazos y acelerones, marabú y polvo, y la
oscuridad y claridad, el vehículo continúa su avance. Al menos ya se va
acabando el marabú, abundan en este tramo el guano espinoso y la yaya. Dentro
la carreta ya se ven las caras de la gente. El silencio predominante desde hace
un rato va cambiando, primero uno que otro murmullo, y después a risas, cuentos
y bromas. En la parte de alante, Pablo, con tono jodedor y hablando alto cómo
para que todos se enteren, se burla de susto que se llevó Guillermo el año
pasado con un caimán. Cuenta él que Guille estaba sentadito cómodamente,
pescando pataos cómo siempre, en el extremo de un mangle pronunciado unos cinco
o seis metros sobre el rio, cuando a mitad del cauce ve a un caimán y empieza a
gritarle para azorarlo, pero la bestia en vez de zambuirse y perderse, viró
hacia el Guille y moviendo la cola alegremente, igual que un perrito, vino
hasta donde él estaba y se quedó reposando justo encima de la rama del frondoso
mangle que ya Guillermo había abandonado mientras le gritaba oprobios desde la
orilla. Mientras unos se ríen, otros celebran la anécdota con un sorbito de
café y un cigarro los que fuman.
Ya casi llegamos. Amaneció. El
lugar en que estamos se nombra "El rincón del guevú" * y es el
destino final del viaje. Es un arenazo del tamaño de un campo béisbol rodeado
por una cortina de verde mangle de 6 metros de altura. 200 metros más allá del
manglar y bordeándolo está el rio Carraguao al cual le falta aún más de un
kilómetro para desembocar en la mencionada Punta de Carraguao. La gente se
anima, unos recogen sus mochilas del piso de la carreta y otros sus
"jolongos", para tan pronto se detenga el tractor, lanzarse contra el
manglar en una carrera de doscientos metros con obstáculos.
* Sic.
La voz culta parece que es “huevudo”, pero no por fina es correcta: El lugar se
llama El Guevú, como dice el cronista.

Los pataeros pescan exclusivamente pataos, son los que generalmente
realizan la pesca más numerosa. He visto que en un buen día, un pescador
experto capture más de 200 ejemplares de alrededor de una libra en promedio. La
carnada que usan es "escaramuja" y la extraen de la uña de mangle a
orillas de rio. Con escaramuja he visto que también se les pega algún que otro
lebrin e inclusive alguna cubereta. Su técnica consiste en buscar un mangle
frondoso que se extienda sobre el rio, trepar a una rama que soporte el peso
del pescador y esté a pocos centímetros de la superficie y sentados hacer los
lances. Para ello utilizan una línea de nylon de 8 a 10 libras de resistencia,
sin plomo y con un anzuelo pequeño, al que le clavan la escaramuja no sin antes
reventarla con los dedos. Cada 15, 20 o 30 minutos, en dependencia de cómo esté
la picada hay que escaramujear, o sea romper con la mano puñados de escaramuja
y dejarlos caer al agua a fin de tener al peje engoado. El patao, al menos con
escaramuja, no pica cómo la mayoría de los peces, lo que hacen es chuparla, por
lo que se requiere práctica para notar cuando te pican y cobrarlos. El nailon
se deja caer lenta y verticalmente hasta aproximadamente dos cuartas del fondo
que puede alcanzar, a 2 metros de la orilla, los 5 - 6 metros de profundidad. A
cada tanto, si no ha picado, se da un tironcito a la línea para provocarlos.
El último grupo, que es al que
pertenezco, es el los camareros -
lebrineros. Esta pesca se hace en cámara, es decir, un neumático inflado.
La carnada suele ser calandracas, lombrices de tierra, camarones de rio e
incluso trozos pequeños de pescado fileteado. La mayoría de las capturas son
lebrines, que en otras partes llaman tilapias, aunque también se pegan chopas,
cuberetas, mojarras y picudillas. La pesca consiste en hacer lances hacia la
orilla que puede estar de seis a ocho
metros de la cámara, buscando siempre que el anzuelo caiga lo más cerca posible
de la orilla. Los lebrines más grandes que he capturado han pesado 4 libras
aunque normalmente la mayoría ronda una sola. Pescadores submarinos me aseguran
que han capturado ejemplares de 6 libras.
Por fin el tractor se estaciona a
unos 40 metros del manglar, justo frente a un trillo que lo atraviesa y termina
en el borde del rio. El primer grupo, los furiosos, ya avanzan por el trillo,
otros cogen un diez y se preparan para entrarle, y un tercero, los camareros
desenfundamos los artefactos y hacemos cola para inflarlos con el compresor del
tractor.
Con el neumático al frente y las
mochilas a la espalda camino por el trillo por dentro del tupido manglar. Doscientos
metros tortuosos, charcos fangosos en que te hundes hasta la rodilla, ramas que
se enredan con la cámara, troncos atravesados que a veces hay que bordear y otras
saltar. Cojo un respiro a mediación y me
doy ánimo diciendo que ya casi llego. Continúo la lenta marcha y a medida que
me acerco al rio el terreno es más seco y el manglar más alto y menos tupido.
Ya veo el rio, ya veo el alto, el lugar por donde prefieren entrar al agua los
camareros. Unos ya están dentro, otros a punto de entrar, y un último grupo, rezagado, de los que oigo su voz dentro del manglar.
Tiro la cámara al suelo, me quito
las mochilas y empiezo a prepararme. Observo el rio, reparo en sus cuarenta y
pico de metros de ancho en este tramo. Aún humea con la frialdad de la mañana.
Hay vaciante: bueno para el lebrin y malo para el patao, pienso para mí. Rio
abajo se ven aguajear como de costumbre
a esta hora los sábalos.
Tanto el jamo cómo el recipiente
con la carnada los amarro a la cámara por la parte de la derecha, el bolsito
con los avíos de pesca me lo cruzo diagonalmente por sobre el hombro izquierdo,
en él van, además de los avíos, el pomo de agua, el café y la merienda. Me
quito las botas, las meto en una jaba plástica y amarro un asa contra la otra.
Las coloco dentro de la mochila roja, que a su vez meto dentro de la mochila
negra y esta a su vez, con una liga, es amarrada a la parte trasera de la cámara.
Echo la cámara al agua, ajusto bien el cuchillo con su vaina a la cintura, tomo
las patas de rana y, con el agua a la rodilla, me siento dentro de la cámara,
me pongo primero la izquierda y después la derecha y !A pescar!
Carraguao y San Diego son los dos
ríos que desembocan en la ensenada de Dayaniguas, el primero por el extremo
izquierdo y el otro por el lado contrario. El Carraguao, protagonista de este
relato, termina en Punta Carraguao o cómo se conoce entre la gente del giro: El Bajo. Le dicen así porque en la
desembocadura el rio arroja todos los sedimentos que arrastra formando una
extensa área del varios kilómetros cuadrados donde la profundidad del agua
apenas llega a la cintura de un hombre, dejando apenas un canalizo algo
profundo y ancho por la parte derecha, donde la corriente es más fuerte y
transitan las lanchas cuando van o regresan del rio.
El rio es navegable varios kilómetros
aguas arriba. En época de la colonia y un poco más acá entraban barcazas en las
que se cargaban para La Habana maderas, carbón vegetal, azúcar y tasajo. A unos
tres kilómetros rio arriba y por el lado de la derecha viniendo del mar existen
todavía rastros del antiguo embarcadero, en este lugar se hacía el trasbordo de
las cargas y había una bodega propiedad de un gallego y en él las
embarcaciones, además de la carga acostumbrada, se aprovisionaban de agua
potable y alcohol. Subiendo el cauce, el lado izquierdo es más profundo. El
derecho, más fangoso. La vegetación a ambos lados es alta y tupida desde el
mismo borde, protegiendo a los pescadores del viento, y de las mareas los días de
mal tiempo.
Los camareros nos separamos en
dos grupos, los que pescan en el rio y los que van a hacer pesca al bajo, que
comienza justamente en la desembocadura. Yo pertenezco a este último. De donde
me trepé a la cámara hasta la desembocadura hay mil doscientos metros, tramo
que, con la corriente a favor, se hacen en cuarenta minutos sin mucho esfuerzo.
Mientras se avanza en la cámara por el centro de rio, vemos los dispersos
pataeros trepados hace rato en las ramas de mangle que se pronuncian sobre el
rio. Uno de ellos me pide que le alcance unos gajos con escaramuja. Sin mucho
esfuerzo me acerco a la orilla, corto un par de gajos bastantes copados y se
los alcanzo en sus manos mientras aprovecho para encender un cigarro y darme un
traguito de café.
Los cuatro camareros que
avanzamos de espalda rio abajo no llevamos apuro, sabemos que el lebrin no
picará hasta que el sol caliente un poco. Tampoco hacemos lances en este tramo,
simplemente hablamos de cualquier cosa y bromeamos con los pescadores conocidos
que vamos descubriendo en la orilla diciéndoles o preguntándoles cualquier
bobería: que “si tiene un poquito de almuerzo que el mío se me quedó”, que “si
los pataos que tu cojas me los como yo con espinas” o que “cuidao con el caimán
que está detrás de ti”.
Sí, hay caimanes en el rio, no
muchos pero los hay. Parece fue tanta la depredación años atrás que evitan a
las personas. Nunca persona alguna ha sido atacada. El único caso que he visto
sucedió con un submarinista loco, que bajo una solapa hundida, y la escopeta ya
casi sin aire, intentó capturar uno de tamaño respetable, la varilla rebotó en la
piel del animal y al intentar este huir del lugar por la única vía posible, se
encontró con el tipo, y con una de sus patas delanteras le causó varias heridas
en la mano derecha. Lo gracioso del suceso ―si hubo algo gracioso― es que yo,
que estaba relativamente cerca, al oír la gritería de la gente y acercarme al
lugar, vi al tipo discutiendo, en la orilla, con dos de sus compañeros; estos
intentaban quitarle la escopeta y él que no, que ese caimán era "hombre
muerto" y que "lo que me hizo me lo tiene que pagar". Cuando
volví a verlo a la hora de la salida ya el hombre tenía la mano cómo un jamón.
Jamás lo he vuelto a ver.

A los cuarenta minutos de
travesía en cámara llegamos a "La combinación", lugar que marca el
fin del rio. Esta “combinación” es un canal artificial que atraviesa el manglar
de este a oeste de unos 15 metros de ancho, 2 de profundidad y 400 de largo
hecho con dinamita por los gallegos a inicio del siglo anterior para acortar
distancia en el trasiego, fundamentalmente de carbón vegetal, entre el caserío
de Dayaniguas y los carboneros que vivían o trabajaban en la rivera de rio. A
partir de ahí comienza el bajo. Por la derecha el manglar continúa recto hasta
uno dos kilómetros más adelante, pero por la izquierda el mar se abre de a poco
hasta llegar mar afuera.
Aquí empieza mi pesca.